LAS LUCES EMPEZABAN A APAGARSE
Como cada 24 de Diciembre, las luces empezaban a
apagarse, era el prólogo a los villancicos y reuniones familiares.
Elisa iba a pasar otra noche de
Navidad junto a sus amigas, el único consuelo desde que, hacía seis años, había
decidido abandonar su país de origen para buscar un futuro mejor, rasgo que
todas compartían.
Con el tiempo, aquella reunión
se había convertido en una tradición, y era por aquello que trabajar en un
centro comercial hasta que la noche empezaba a caer era un tanto molesto. Ya
casi había olvidado las risas que desataron Andrés y Roberto, los guardias de
seguridad, con sus uniformes de Santa Claus, especialmente el segundo, siendo,
como era, de tez muy morena y fornido en extremo. A su lado, Andrés, un poco
más mayor y de complexión delgada, parecía un elfo navideño, un tanto callado,
al borde de la jubilación, debido a que ya peinaba canas y tenía alguna arruga
facial. Ambos anduvieron por todo el centro comercial a lo largo del día, dado
lo concurrido del lugar en aquella fecha. Andrés era bastante retraído,
posiblemente porque no llevaba ni un mes en el puesto, pero Roberto, más
dicharachero, se prodigó en visitas a varios establecimientos, para
divertimento de personal y clientes.
Todo aquello se desvanecía en
una nube de mal humor, el resto de establecimientos ya habían echado el cierre
y a ella a penas le quedaban 10 minutos para que el cuadro de luces siguiese su
programación y la dejase con solo la iluminación de emergencia como guía. Su
única esperanza era salir y encontrar a uno de los guardias de seguridad, que
podían cambiar el control de las luces a manual y garantizarle luz para
abandonar el recinto. De cualquier modo, fuera solo le esperaba la solitaria
parada del autobús que la llevaría hasta la ciudad, ahora bañada por la luz
impoluta de la luna llena.
Con escasos 5 minutos hasta el
apagón, Elisa bajó la persiana de la tienda y se dirigió en las escaleras
mecánicas hacia la segunda planta, donde debería andar hasta el extremo opuesto
para subir en otras escaleras a la tercera planta, donde estaba el habitáculo
de seguridad. El silencio reinaba por doquier, la ausencia del murmullo del
gentío y los temas navideños del hilo musical hacían del zumbido de las
escaleras mecánicas algo casi atronador. Los escaparates devolvían el reflejo
de aquella solitaria transeúnte acompañado de las tenues luces navideñas que
quedaban encendidas en el ahora oscuro interior. Elisa solo deseaba que uno de
los guardias estuviese en su sala y no estuviesen ambos haciendo ronda, en cuyo
caso debería esperar al amparo de la oscuridad hasta que alguno de los dos
decidiese volver.
Andaba perdida en aquella
insulsa reflexión cuando, a medida que llegaba a la tercera planta algo la sacó
de sus pensamientos. Desde la habitación de los guardias de seguridad una
algarabía era bastante audible, rompiendo la ausencia de sonido que había
reinado hasta el momento en las plantas inferiores. Elisa dedujo que, quizá,
los guardias habían decidido empezar ya las celebraciones. Al fin y al cabo,
poco quedaba por hacer aquella noche y solo tenían la compañía el uno del otro.
Sin embargo, cuando se encontraba a escasos metros de su destino la puerta se
abrió con un violento golpe, que le propició un pequeño sobresalto. Tras unos
instantes de incertidumbre la figura de Andrés atravesó el umbral de la puerta
y, al volverse hacia ella, Elisa pudo contemplar que sus ropas estaban rasgadas
y sangraba profusamente a causa de varias heridas horribles, con una mano
sostenía algo que colgaba de su vientre, la mitad derecha de su cara estaba
desgarrada y le faltaba una parte del cuero cabelludo. La sangre se congeló en
las venas de Elisa, estaba completamente paralizada por el impacto de aquella
visión. En el momento en que el guardia parecía ir a hablar, algo tiró de él,
devolviéndolo al interior de aquella pequeña sala. Unos gritos desgarradores
sonaron, aunque un sonoro chasquido hizo que se extinguieran de inmediato. El
silencio volvió por unos segundos, aunque Elisa seguía paralizada, sintiendo
como sus piernas empezaban a flojear. En ese preciso instante, aquello surgió
de la sala de vigilancia y se plantó frente a ella. El horror no eran las
grandes garras al final de aquellos largos brazos, ni tampoco la estatura que
alcanzaba, erguido sobre aquellas largas piernas, ni siquiera la visión de aquella
boca llena de afilados dientes, entre los cuales pendían trozos de carne humana
sanguinolenta o la de aquellos ojos que tenían un voraz fulgor amarillento y
que estaban clavados en aquella pobre infeliz. El verdadero horror era que la
poca ropa que todavía llevaba aquel ser puesta, por los lugares en que no había
reventado o se había desgarrado, dejando ver unos músculos desorbitados y parte
de aquel cuerpo, cubierto de un pelaje hirsuto y negro como el carbón, era un
uniforme de Santa Claus en uno de los bolsillos del cual pendía una placa
identificativa que rezaba: "ROBERTO".
Como cada 24 de Diciembre, las
luces empezaban a apagarse, era el prólogo a los gritos...
JV Nácher
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¡ Que tengáis unas malditas y muy
felices Navidades !
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